Por Diego Ospina Castaño
Son las 5:30 de la mañana, despierto abruptamente, con la sensación de que no alcanzaré a llegar a tiempo a mi colegio, después de un largo fin de semana que no parecía que lo fuera, pues cada día era exactamente igual al anterior.
Tomo una ducha, desayuno a prisa pero de repente una horrible revelación llega a mi mente, y en ese mismo instante una voz en la radio anuncia que iniciamos el tercer día de una cuarentena obligatoria. Ya había extrañado que mi colega y amiga que siempre me recoge en su auto cada mañana para llevarme al colegio con una puntualidad que es poco común por estos días, no hubiera llegado. Lo tomo con calma, voy a la cocina y preparo un café como siempre lo hago, pero ya con la certeza de que aquel día será el primero de muchos días en el encierro, con la restricción de salir una vez por semana y con la incertidumbre de saber si algún día todo volverá a ser como antes.
Una avalancha de noticias, cifras, decisiones gubernamentales, resoluciones, decretos, protestas, reclamos y un sinnúmero de manifestaciones expresando la angustia y zozobra que conlleva para una inmensa mayoría el detenerse, dejar de salir a trabajar en su puesto ambulante, en la esquina del semáforo, en el comercio informal, al igual que a miles de mujeres y niños a quienes obligaron a confinarse en la prisión de convivir con un agresor cientos de veces denunciado por violencia intrafamiliar y como siempre la excusa de que es culpa del confinamiento que en definitiva como toda crisis no vuelve a nadie bueno o malo, simplemente muestra el verdadero rostro de una humanidad absolutamente enferma.
Cuarentena; una palabra que sólo oíamos en boca de parteras o comadronas en épocas de nuestras abuelas quienes dieron a luz a un ejército de muchachitos sin pensar siquiera que en algún momento no tendrían qué comer, pues todo era abundancia; un vocablo usado en historias sobre epidemias, en tratamientos de extrañas enfermedades como el cólera, la gripe española o la peste bubónica, y se comenzó a utilizar para hacer referencia al periodo de aislamiento y recuperación en aquellos tiempos. Quién se iba a imaginar que en pleno siglo XXI tuviésemos que recurrir a tan primitivos métodos de control epidemiológico, porque con nuestro sistema de salud rara vez dan una incapacidad mayor a tres días con lo cual era absolutamente inverosímil que se propusiera tal estrategia de contención de una enfermedad.
De regreso a mi realidad, y después de darme cuenta que no andaba en un momento onírico del ensayo sobre la ceguera, o de la peste, ni mucho menos dentro de un delirio del amor en los tiempos del cólera, era más bien una apocalíptica realidad que hacía eco de aquellos predicadores que amenazaban con un final inminente donde unos pocos tendrían la fortuna de salvarse. Si bien vivíamos amontonados, atropellados, indiferentes e hipnotizados por nuestro egoísmo enviando abrazos y besos por medio de emoticones y a veces evitando siquiera sentir al otro, cuanto extrañamos ahora el abrazo, el beso, la sonrisa abierta y sincera, el roce en un atestado metro o bus en hora pico, aunque este último escenario es despreciable, no se puede negar que se había convertido en un cuadro folclórico más, justificado por la indolente premura del arrebato urbano matutino.
Mi teléfono no deja de sonar y me doy cuenta que es el resultado de todas las redes sociales en ebullición, mostrando en vivo y directo animalitos reclamando su espacio en la pradera cercana a un centro urbano, o la horda de personas protestando por la falta de atención del estado, el jovencito irreverente que se ufana de burlar a las autoridades saliendo cuando debería estar encerrado, de miles de ciudadanos bondadosos queriendo ayudar a sobrellevar la crisis, y la más atroz; la de varios jefes de estado diciendo públicamente que el aislamiento es innecesario y que la divina providencia los mantendrá a salvo, poniendo en evidencia su populismo y falta de inteligencia a la hora de tomar decisiones en colectivo.
Pienso, ¿y ahora qué? Si bien mi misión como docente me mantiene a salvo pues puedo trabajar desde casa, y que no dejaré de recibir mi salario, nada en el mundo puede reemplazar ese momento de llegar al salón de clase y sentir que estoy vivo, que formo parte de ese engranaje, que aunque imperfecto es el aliciente, motivo y razón por la que despierto cada mañana con el ánimo de hacer de nuestra sociedad un mejor lugar para estar y existir.
Las sonrisas, ocurrencias, chistes, bromas y en ocasiones llantos de los estudiantes son nuestro mejor alimento porque llenan a borbotones nuestra alma y si bien ahora mismo insisten en que debemos entrar a la educación virtual, nada puede reemplazar el mirar a cada uno a los ojos y que sientan que estamos allí para hacer de su día a día una historia para contar y llenar miles de hojas con experiencias que tanto a ellos como a nosotros nos ayudan a ser mejores personas.
Miro por mi ventana y como el presagio de un ciclo que debe completarse, de un renacer que debe darse, una lección que debe aprenderse y como una promesa que hiciera la madre naturaleza a Noé, veo un arcoíris como convocando una gran alianza que nos permita reconocer lo pequeños y frágiles que somos, lo egoístas que hemos sido, y poder despertar de este gran sueño agradecidos por la nueva oportunidad que tenemos de renacer, reinventarnos y ante todo de vivir con menos equipaje y más amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario