sábado, 24 de octubre de 2020

No quiero reinventarme...

 


Una  vida en apariencia perfecta.   El capitalismo salvaje había absorbido por completo su cotidianidad, no importaba si eran felices, pues la felicidad    era determinada por la gran variedad de artículos, accesorios, aparatos, borracheras, agite citadino y convulsionante actividad social que era el referente de estar vivos.

Con desdén  veían  como quienes no habían tenido la fortuna de poseer una vida de bienestar y opulencia, caminaban alrededor de sus  autos en la parada del semáforo, y evitaban que siquiera acercasen su esponja derruida por el exceso de uso a las ventanillas.

En el transporte masivo la desbandada de vendedores con todo tipo de artículos, canciones, golosinas, historias, tragedias familiares y también mentiras, entretenían de alguna manera o a regañadientes el trayecto diario de la casa al trabajo y viceversa. 

La romería de millones de  transeúntes, unos en la marginalidad,  otros en el hampa, en el mundo académico, en el proxenetismo, en la mendicidad, la informalidad, el arte, la vida religiosa, la cultura, la mensajería, los servicios de aseo, y un sinnúmero de oficios y actividades mantenían vigente  el ritmo agitado, excitante, deslumbrante y complejo de una ciudad como Bogotá. 

Las madrugadas con el frío que calaba los huesos, la ciudad que empezaba a despertar en medio de atascos de tráfico vehicular, transporte público hacinado, cleptómanos autodiagnosticados por el galeno de la necesidad y la excusa de la falta de oportunidades madrugaban igual que sus víctimas, pues a eso de las 10 de la mañana  su ardua labor se reducía al ritmo de la ocupación de los centros comerciales, locales de venta al detal, clínicas, restaurantes y  oficinas,  por la horda matutina  que vende al mejor postor sus servicios para luego regresar hambrientos y energúmenos en la tarde a sus casas y lamentar no ganar millones, humillar a sus hijos por lo desagradecidos que resultaron ser y  despotricar de su pareja que casi siempre tiene un horario que impide coincidir en casa para  equilibrar las cargas del mantenimiento del hogar.

Oficios, tareas escolares, vigilar a su hijo adolescente para que deje de meterse en problemas y otros hijos de diferentes edades,  que perdieron total respeto por sus mayores y que en cambio  quieren hacer  lo que se les pegue la gana mientras cumplen la edad de convertirse accidentalmente  en padres para continuar perpetuando la especie de desadaptados, rebeldes sin  causa,  adictos al dinero el cual  quieren conseguir con apenas haber  culminado  el bachillerato o  por lo menos   entrar al SENA para convertirse  en un peón más del ajedrez que preserva la realeza sacrificando la vida de todo cuanto los rodea, con la única consigna del deber natural de la especie humana; “sacrificar a los incautos y desposeídos  para hacer  prevalecer la ambición de los hábiles y aventajados que pasan por encima de quien sea en virtud de su prosperidad económica”.

Pasan los días, semanas, meses  y año tras año la historia se repite en una interminable y cíclica ensoñación que si bien no es un cuento de hadas sus protagonistas se empeñan  convertirlo en pesadilla.

La fuerza de la costumbre cobra vigencia y el instinto de supervivencia mantiene a todos alerta; no mire, no diga, y el mínimo roce en un bus atestado se convierte en la ofensa capital que  vuelve a todos  paranoicos, enclaustrados en inseguridades y frustraciones donde es casi imposible encontrarle sentido a lo que se hace y mucho menos lo que con esfuerzo hacen quienes les rodean.

Diversas historias y personas con diferentes perspectivas pero con algo siniestro en común: la incapacidad de ponerse en los zapatos del otro.

El otro, lo otro, los otros, si tan sólo por un instante detuvieran su marcha y miraran alrededor cuan distinto sería su andar en adelante.

Un día cualquiera el mundo cambió, tal  como lo relata Albert Camus  en su obra  La Peste nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones.  ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas". Camus A. 1947. 

Los trenes pararon sus motores, los aviones dejaron de volar, los barcos dejaron de cruzar los mares, las fábricas dejaron de producir, los restaurantes sin comensales  quedaron, hoteles sin viajeros que hospedar y poco a poco la humanidad se fue sumergiendo en una suerte de agorafobia que provocaba absoluto pánico salir, encontrarse, saludar y mucho menos abrazar o besar.  Aunque  la habilidad de adaptación de algunos  encontró maneras de expresar afectos eludiendo  restricciones  y prohibiciones que si bien pueden significar de alguna manera una estrategia de supervivencia dejaron de manifiesto la gran capacidad del ser humano para  saltarse la norma y hacer prevalecer su instinto dándole rienda suelta a sus más básicos deseos.

 

El confinamiento era inminente y como en una versión moderna del Decamerón todos tuvieron  que encerrarse, no en abadías medievales para aislarse de la peste bubónica, sino en apartamentos y casas apiladas de las grandes ciudades para que nadie ajeno respirara cerca,  sitiados por un enemigo invisible, minúsculo e imperceptible. No contarían historias como en el libro de Boccaccio, sino que durante días estarían viendo las noticias recibiendo notificaciones o publicando estados de su situación en el encierro. Un mundo globalizado,  al alcance de un click,  que se ufanaba de ser libre pero encerrado ya en sus egos, su desbordada vida social,  su ceguera ante la tragedia  y desgracia de los menos afortunados se enfrentaba de golpe a la más grande amenaza : el miedo.

Ese horrible sentimiento que saca lo mejor y lo peor de cada quien y se vincula paradójicamente con la supervivencia y el bienestar individuales.  

En pleno siglo XXI, quién se iba  a imaginar que al igual que las guerras mundiales del siglo anterior éste  traería de vuelta zozobra, paranoia y de un día para otro nuestros espacios de socialización se convertirían  en enemigos mortales y la consigna de “no salgas porque pasan cosas, hicieron de nuestro entorno una cárcel, una mazmorra donde se expiarían las culpas por haber provocado como especie daños irreparables al planeta, explotado indiscriminadamente recursos invaluables, arrasado  bosques, contaminado ríos y mares, además de haber olvidado que el planeta es de todos y que  todos necesitamos y nos debemos a él.

Casi seis meses de confinamiento pusieron  de manifiesto el desequilibrado equilibrio en que nos habíamos acostumbrado a vivir, y la necesidad de sobrevivir y continuar con nuestras vidas  en medio de semejante crisis obligó a millones a adaptarse, evolucionar y “reinventarse”, y como es apenas obvio en todas las situaciones que implican vincular la especie humana algunos hicieron de este ejercicio de reinvención  la oportunidad perfecta para aprovecharse de la crisis y  mostrar tanto aciertos como fatales e inconcebibles equivocaciones.

El transporte masivo tuvo que reinventarse y procurar a los ciudadanos la cantidad de buses que garantizaran el distanciamiento mínimo anticontagio, dejando en evidencia que antes habría podido prestar un buen servicio,  la empresas de confecciones empezaron a fabricar cantidades exponencialmente altas de tapabocas, pero ante la demanda también comenzaron a cobrar cifras exponencialmente altas por un trozo de tela con dos sujetadores,  miles de empresas amparadas en la crisis que estaban teniendo aprovecharon para desvincular momentáneamente a muchos empleados pero luego no los llamaron más, los padres al tener que estar con sus hijos todo el tiempo se convirtieron en docentes de apoyo,  los docentes se convirtieron en orientadores virtuales del proceso académico por  whatsapp, y en ocasiones también pudieron  evadir su responsabilidad aludiendo una conexión lenta o la caída de la red; pero también   quedó  en evidencia que no hay conectividad adecuada en Colombia  en pleno siglo XXI,  el ejército se reinventó dejando de luchar con insurgentes, narcotraficantes y bandidos,  dedicando su energía a perseguir líderes sociales y detractores del gobierno de turno, la policía dejó de procurar seguridad y algunos de ellos  se reinventaron cuidando quién usaba tapabocas, además de apalear o  electrocutar  hasta la muerte a uno que otro transeúnte que no estaba acostumbrado a un encierro obligado. Los atracadores que siempre son innovadores en su práctica y estrategias, se reinventaron sumando un accesorio más a su atuendo; un tapabocas para hacer absolutamente  imposible su identificación,  y   el jefe de estado dejó de gobernar pues en definitiva no lo había hecho pero en cambio se reinventó como presentador de su propio “reality” que buscaba con eufemismos  distorsionar una realidad que ya venía deteriorada y maltrecha.

Fueron muchas las alternativas de reinvención en contraste con los beneficios que realmente evidenciaron ante la crisis. Si bien la cuarentena 2020 trajo reflexiones y oportunidades para tomar un nuevo rumbo, también fue la excusa perfecta para abusar del poder, someter a los desfavorecidos y  usar el miedo para doblegar voluntades.  Yo sigo en lo vernáculo, me gusta la simplicidad, lo sencillo y altruista. No quiero aprovechar las crisis para fabricar un nuevo lastre, porque si reinventarse, evolucionar  significa aprovecharse, abusar y mentir preferiría devolver el tiempo e impedir que la abstracción de progreso,  avanzada y felicidad sea el egoísmo, la corrupción, la pereza, la procrastinación, el consumismo desmedido para darle paso a la responsabilidad, el trabajo honesto,  la empatía y la contemplación.

Quiero un mundo que haya aprendido de la experiencia sin caer en la fatalidad,  de adaptarse al cambio de hábitos sin llegar a la zozobra, un mundo capaz de retomar el rumbo sin olvidar el camino recorrido, de hacer memoria sin obsesionarse por el pasado, de llorar sus muertos sin acostumbrarse a la violencia, de buscar el bienestar colectivo, de pensar en progreso sin explotar al otro, de hacer de nuestro mundo un hogar para todos. De lo contrario creo que ya he expuesto demasiadas razones por las cuales no quiero reinventarme.