Una vida en apariencia perfecta.
El capitalismo salvaje había absorbido por completo su cotidianidad, no importaba
si eran felices, pues la felicidad era determinada por la
gran variedad de artículos, accesorios, aparatos, borracheras, agite citadino y
convulsionante actividad social que era el referente de estar vivos.
Con desdén veían como
quienes no habían tenido la fortuna de poseer una vida de bienestar y
opulencia, caminaban alrededor de sus autos en la parada del semáforo, y
evitaban que siquiera acercasen su esponja derruida por el exceso de uso a las
ventanillas.
En el transporte masivo la desbandada
de vendedores con todo tipo de artículos, canciones, golosinas, historias,
tragedias familiares y también mentiras, entretenían de alguna manera o a
regañadientes el trayecto diario de la casa al trabajo y viceversa.
La romería de millones de
transeúntes, unos en la marginalidad, otros en el hampa, en el mundo académico, en
el proxenetismo, en la mendicidad, la informalidad, el arte, la vida religiosa,
la cultura, la mensajería, los servicios de aseo, y un sinnúmero de oficios y
actividades mantenían vigente el ritmo agitado, excitante, deslumbrante y
complejo de una ciudad como Bogotá.
Las madrugadas con el frío que calaba
los huesos, la ciudad que empezaba a despertar en medio de atascos de tráfico
vehicular, transporte público hacinado, cleptómanos autodiagnosticados por el
galeno de la necesidad y la excusa de la falta de oportunidades madrugaban
igual que sus víctimas, pues a eso de las 10 de la mañana su ardua labor
se reducía al ritmo de la ocupación de los centros comerciales, locales de
venta al detal, clínicas, restaurantes y oficinas, por la horda matutina que vende al mejor
postor sus servicios para luego regresar hambrientos y energúmenos en la tarde
a sus casas y lamentar no ganar millones, humillar a sus hijos por lo desagradecidos
que resultaron ser y despotricar de su
pareja que casi siempre tiene un horario que impide coincidir en casa
para equilibrar las cargas del mantenimiento del hogar.
Oficios, tareas escolares, vigilar a
su hijo adolescente para que deje de meterse en problemas y otros hijos de
diferentes edades, que perdieron total respeto por sus mayores y que en cambio
quieren hacer lo que se les pegue la gana mientras cumplen la edad de
convertirse accidentalmente en padres para continuar perpetuando la
especie de desadaptados, rebeldes sin causa, adictos al dinero el
cual quieren conseguir con apenas haber culminado el
bachillerato o por lo menos entrar al SENA para
convertirse en un peón más del ajedrez que preserva la realeza
sacrificando la vida de todo cuanto los rodea, con la única consigna del deber
natural de la especie humana; “sacrificar a los incautos y desposeídos
para hacer prevalecer la ambición de los hábiles y aventajados que
pasan por encima de quien sea en virtud de su prosperidad económica”.
Pasan los días, semanas, meses y
año tras año la historia se repite en una interminable y cíclica ensoñación que
si bien no es un cuento de hadas sus protagonistas se empeñan convertirlo en pesadilla.
La fuerza de la costumbre cobra
vigencia y el instinto de supervivencia mantiene a todos alerta; no mire, no
diga, y el mínimo roce en un bus atestado se convierte en la ofensa capital
que vuelve a todos paranoicos, enclaustrados en inseguridades y
frustraciones donde es casi imposible encontrarle sentido a lo que se hace y
mucho menos lo que con esfuerzo hacen quienes les rodean.
Diversas historias y personas con
diferentes perspectivas pero con algo siniestro en común: la incapacidad de
ponerse en los zapatos del otro.
El otro, lo otro, los otros, si tan
sólo por un instante detuvieran su marcha y miraran alrededor cuan distinto
sería su andar en adelante.
Un día cualquiera el mundo cambió, tal
como lo relata Albert Camus en su obra
La Peste “nuestros
conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos,
eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba
por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios,
planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo
hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos
y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya
plagas". Camus A.
1947.
Los trenes
pararon sus motores, los aviones dejaron de volar, los barcos dejaron de cruzar
los mares, las fábricas dejaron de producir, los restaurantes sin comensales
quedaron, hoteles sin viajeros que hospedar y poco a poco la humanidad se
fue sumergiendo en una suerte de agorafobia que provocaba absoluto pánico
salir, encontrarse, saludar y mucho menos abrazar o besar. Aunque
la habilidad de adaptación de algunos encontró maneras de expresar
afectos eludiendo restricciones y prohibiciones que si bien pueden
significar de alguna manera una estrategia de supervivencia dejaron de
manifiesto la gran capacidad del ser humano para saltarse la norma y hacer prevalecer su
instinto dándole rienda suelta a sus más básicos deseos.
El confinamiento era inminente y como
en una versión moderna del Decamerón todos tuvieron que encerrarse, no en abadías medievales para
aislarse de la peste bubónica, sino en apartamentos y casas apiladas de las
grandes ciudades para que nadie ajeno respirara cerca, sitiados por un
enemigo invisible, minúsculo e imperceptible. No contarían historias como en el
libro de Boccaccio, sino que durante días estarían viendo las noticias
recibiendo notificaciones o publicando estados de su situación en el encierro.
Un mundo globalizado, al alcance de un click, que se ufanaba de ser
libre pero encerrado ya en sus egos, su desbordada vida social, su
ceguera ante la tragedia y desgracia de los menos afortunados se
enfrentaba de golpe a la más grande amenaza : el miedo.
Ese horrible sentimiento que saca lo
mejor y lo peor de cada quien y se vincula paradójicamente con la supervivencia
y el bienestar individuales.
En pleno siglo XXI, quién se iba
a imaginar que al igual que las guerras mundiales del siglo anterior éste
traería de vuelta zozobra, paranoia y de un día para otro nuestros espacios de
socialización se convertirían en
enemigos mortales y la consigna de “no salgas porque pasan cosas, hicieron de
nuestro entorno una cárcel, una mazmorra donde se expiarían las culpas por
haber provocado como especie daños irreparables al planeta, explotado
indiscriminadamente recursos invaluables, arrasado bosques, contaminado
ríos y mares, además de haber olvidado que el planeta es de todos y que
todos necesitamos y nos debemos a él.
Casi seis meses de confinamiento pusieron
de manifiesto el desequilibrado
equilibrio en que nos habíamos acostumbrado a vivir, y la necesidad de
sobrevivir y continuar con nuestras vidas en medio de semejante crisis
obligó a millones a adaptarse, evolucionar y “reinventarse”, y como es
apenas obvio en todas las situaciones que implican vincular la especie humana
algunos hicieron de este ejercicio de reinvención la oportunidad perfecta
para aprovecharse de la crisis y mostrar tanto aciertos como fatales e
inconcebibles equivocaciones.
El transporte masivo tuvo que
reinventarse y procurar a los ciudadanos la cantidad de buses que garantizaran
el distanciamiento mínimo anticontagio, dejando en evidencia que antes habría
podido prestar un buen servicio, la empresas de confecciones empezaron a
fabricar cantidades exponencialmente altas de tapabocas, pero ante la demanda
también comenzaron a cobrar cifras exponencialmente altas por un trozo de tela
con dos sujetadores, miles de empresas amparadas en la crisis que estaban
teniendo aprovecharon para desvincular momentáneamente a muchos empleados pero
luego no los llamaron más, los padres al tener que estar con sus hijos todo el
tiempo se convirtieron en docentes de apoyo, los docentes se convirtieron
en orientadores virtuales del proceso académico por whatsapp, y en
ocasiones también pudieron evadir su responsabilidad aludiendo una
conexión lenta o la caída de la red; pero también quedó en evidencia
que no hay conectividad adecuada en Colombia en pleno siglo XXI, el
ejército se reinventó dejando de luchar con insurgentes, narcotraficantes y
bandidos, dedicando su energía a perseguir líderes sociales y detractores
del gobierno de turno, la policía dejó de procurar seguridad y algunos de
ellos se reinventaron cuidando quién usaba tapabocas, además de apalear
o electrocutar hasta la muerte a uno que otro transeúnte que no
estaba acostumbrado a un encierro obligado. Los atracadores que siempre son
innovadores en su práctica y estrategias, se reinventaron sumando un accesorio
más a su atuendo; un tapabocas para hacer absolutamente imposible su
identificación, y el jefe de estado dejó de gobernar pues en
definitiva no lo había hecho pero en cambio se reinventó como presentador de su
propio “reality” que buscaba con eufemismos distorsionar
una realidad que ya venía deteriorada y maltrecha.
Fueron muchas las alternativas de
reinvención en contraste con los beneficios que realmente evidenciaron ante la
crisis. Si bien la cuarentena 2020 trajo reflexiones y oportunidades para tomar
un nuevo rumbo, también fue la excusa perfecta para abusar del poder, someter a
los desfavorecidos y usar el miedo para doblegar voluntades. Yo
sigo en lo vernáculo, me gusta la simplicidad, lo sencillo y altruista. No
quiero aprovechar las crisis para fabricar un nuevo lastre, porque si
reinventarse, evolucionar significa aprovecharse, abusar y mentir
preferiría devolver el tiempo e impedir que la abstracción de progreso,
avanzada y felicidad sea el egoísmo, la corrupción, la pereza, la
procrastinación, el consumismo desmedido para darle paso a la responsabilidad,
el trabajo honesto, la empatía y la contemplación.
Quiero un mundo que haya aprendido de
la experiencia sin caer en la fatalidad, de adaptarse al cambio de
hábitos sin llegar a la zozobra, un mundo capaz de retomar el rumbo sin olvidar
el camino recorrido, de hacer memoria sin obsesionarse por el pasado, de llorar
sus muertos sin acostumbrarse a la violencia, de buscar el bienestar colectivo,
de pensar en progreso sin explotar al otro, de hacer de nuestro mundo un hogar
para todos. De lo contrario creo que ya he expuesto demasiadas razones por las
cuales no quiero reinventarme.
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