Tendido en el suelo yace un hombre, su cuello aprisionado por la rodilla de un
policía quien detrás de una placa y un discurso guerrerista cree tener el poder
de impartir castigos desde su ya atrofiada escala de lo correcto. Muchos han mirado atónitos este acto salvaje,
han visto millones de veces por diferentes plataformas el atroz crimen
legitimado por quien lleva la placa y pone las esposas en las muñecas del
indefenso que al parecer cometió un horrible crimen: -nacer en una sociedad que
se jacta de ser cuna de la libertad, una sociedad que lo ha marginado, odiado y
alienado; esclavizado desde sus ancestros y obligado a nacer en un país que le
ha reclamado sus deberes pero nunca le ha
restablecido sus derechos.
El sueño americano convertido en la más
horrenda pesadilla. Pesadilla para los vulnerables, desprotegidos, marginados y
desposeídos, para quienes incluso hoy después de más de quinientos años de
desarraigo siguen como errantes y
extranjeros en una sociedad controlada por un gobernante que lejos de ser un
líder, es símbolo del fascismo, nazismo
y supremacía racista con discurso incendiario quien pone de nuevo a los egocéntricos
estadunidenses en un escenario de patriotismo enfermizo y una sociopatía que
desencadena una lógica similar a la de los guetos de la Europa durante la
segunda guerra mundial.
El hombre sometido por el indolente policía
quedó atrapado en una persecución a un
hombre negro que habría pagado supuestamente con dinero falso en una tienda de
abarrotes. El policía atendió el llamado
de los dependientes del comercio y al
encontrarse con aquel hombre corpulento de 2 metros lo detuvo, pensando seguramente en que si era negro
debía ser el fugitivo. El vídeo que se hizo
viral mostraba a un policía oprimiendo el cuello de un hombre negro que le
repetía constantemente: - No puedo respirar, no puedo respirar, no puedo
respirar - Aquel hombre esclavizado por quingentésima vez quedó inconsciente y 40 minutos más tarde fue declarado muerto en la clínica adonde
lo internaron de urgencia.
Los policías involucrados fueron
despedidos, pero ya cualquier declaración, castigo, escarnio no le devolvería
la vida al desafortunado, que si bien pudo haberse equivocado no merecía ser
juzgado y mucho menos ejecutado sin ser
escuchado antes.
La certeza de que tenían el derecho de hacer lo que hicieron, legitimados por una placa, una piel pálida y un par de esposas sigue
haciendo de los abusos en contra de las minorías un paisaje cotidiano que si
bien asombra, aterra y causa estupor, lejos está de configurarse en una
movilización mundial de desobediencia civil en contra del maltrato y
discriminación de todo tipo, y por el contrario sigue siendo una gran excusa
para tratar de explicar la absurda escala jerárquica a la que se ha acostumbrado el mundo a estar donde
unos miran hacia abajo y otros deben mirar siempre hacia arriba; una relación de poder piramidal
de sometimiento y abusos por religión, raza, preferencia sexual, filiación
política y un largo etcétera. Un mundo lleno de prejuicios que a lo único que no le tiene prejuicio es a la
deshumanización del otro.
Una furia contenida, reprimida y neurótica
encerrada en cuerpos y mentes en
constante ebullición. Una rabia manifiesta en temores y frustraciones
justificadas en una envestidura de falsos mesías en busca de un escenario que
les permita ser protagonistas de su espectáculo de depuración, sin detenerse a
pensar siquiera por un instante en la reacción en cadena de actos vergonzosos
que dejan una estela de estigmatización, abuso, segregación, violencia y muerte.
“Si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en
las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego
las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos”. (Saramago, 1995). Si en vez de comportarnos como
psicópatas del ojo por ojo hasta terminar todos tuertos, fuésemos capaces de
mirar a cada quien a los ojos y vernos reflejados en ellos, dándonos cuenta de
que ese espejo reflejará todo lo que somos, hacemos y decimos sin filtros más
allá de las marcas que podrían dejar cada una de nuestras acciones
indisolublemente en los corazones de todos los demás.
Ya bien entrado el siglo XXI que antaño vislumbrábamos
como el épico escenario de progreso, desarrollo y evolución; donde las nuevas generaciones habrían
aprendido de errores del pasado, se
pensaría como humanidad, el mundo
hablaría en plural y los gobiernos convocarían la unidad. La salvaje tiranía sería un triste recuerdo, el
ortodoxo totalitarismo sería un concepto retrogrado y vergonzoso, nadie moriría
de hambre, el color de la piel pasaría inadvertido ante la magnificencia del
hombre como especie, la sexualidad trascendería el acto sublime de plena
libertad, reconocimiento tanto individual
como colectivo, sin prejuicios ni
estereotipos y la conciencia colectiva configurara el ideal de sociedad civilizada
que promoviera el desarrollo intelectual, humano y ético; sin etiquetas de género, sin sectarismo político ni religioso que
convierte a las masas en hordas belicosas y alienantes.
Hoy veinte años entrados en un nuevo milenio se continúa
repitiendo la historia, fungiendo el poder alentando la perpetración de los más
crueles castigos blandiendo la biblia en sus manos para autoproclamarse
mensajeros de justicia, nombrando su Dios como garante de su nuevo caótico,
repulsivo y despótico orden mundial. Decía el escritor estadunidense exiliado
en Francia James Baldwin: “Si el concepto de Dios tiene alguna
validez o algún uso, sólo puede ser para hacernos más grandes, más libres y más
amorosos. Si Dios no puede hacer esto, es momento de que nos deshagamos de él”.
Tantos crímenes, guerras, injusticias y vejámenes que se han cometido y se
continúan cometiendo en nombre de la justicia no pueden sino significar una
cosa: cuan trastocado tenemos el sentido
de humanidad.
La brutal muerte de George Floyd hace unos días
en los Estados Unidos es otro más de tantos y tantos abusos en contra de las
minorías exiliadas en su propia nación, es la historia de todas las comunidades
negras alrededor del mundo, siglos de
continua arbitrariedad que sólo configura un punto de quiebre de una larga
lista de sucesos que nos dejan atónitos pero que dejan de importarnos al poco
tiempo dado el historial de esclavitud, maltrato y estigmatización de las
víctimas. Mientras miles de hechos similares en diferentes momentos de la historia
quedan sin hallar justicia en el intransitable laberinto de la impunidad.
James Baldwin decía: “Las guerras terminarían si los muertos pudiesen regresar”, su reivindicación
como víctimas del sistema, de la supremacía, de la normalización de la
violencia, de la indiferencia. Que su sacrificio no quede nunca más en el
anonimato, y que se reconozca la imperiosa necesidad de dejar de legislar y
empezar a educar, a conciliar, a recriminar y sancionar, pero sin violencia,
cualquier acto que atente contra la dignidad y la vida, dejar de imponer las
razones personales por encima de las particulares. Volver a ser humanidad.
El artículo 12 de la constitución política de
Colombia en la traducción que hiciera la comunidad Wayú reza “Nadie
podrá llevar por encima de su corazón a nadie ni hacerle mal a su persona
aunque piense y diga diferente”, Si cada
quien desde su cotidianidad, desde su oficio o su ocupación repitiese
constantemente este pequeño estribillo construiríamos humanidad y nadie
absolutamente nadie por causa nuestra tendría que decir alguna vez: “no puedo
respirar”.
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